Cuando las pinceladas
del artista transfiguran la realidad.
Por: Stephania Miranda
Detenerse por algunos segundos
para deleitar a la memoria con imágenes que entrelazan sueños y realidades me
parece una misión obligada para quienes hacen de la docencia el motor de su
accionar en el universo; sobre todo si tomamos en cuenta que lo profundo del
ser no se encuentra en la cantidad de saberes que puede acumular, sino en la
magia con la que convertimos un contraste de colores en un discurso profundo,
inquietante para la conciencia.
Ahora bien, la formalización del
pensamiento por medio de las estructuras sociales (familia, escuela, gobierno)
implica en sí mismo, la sujeción de la voluntad personal a un espectro muy
pequeño de acción marcado por intereses “superiores” que necesitan respetarse
sin objeción alguna. Bajo esta perspectiva, esta paradoja natural deletrea con
dolor una melodía arcaica, se sentido común y lógica ontológica: el deber ser.
Mejor conocido en el argot de la institucionalización como las normas de
conducta y traducido a la cotidianeidad en la consecución del bienestar y el
equilibrio, el presente texto pondrá sobre la mesa una reflexión intempestiva,
provocadora: el arte jurídico.
Comencemos citando el artículo 1°
de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos -fundamento de los
derechos humanos que actualmente han estado muy de moda- donde se establece que
todas las personas, por el simple hecho de ser y estar, gozan de un conjunto de
garantías que los cobijarán externa e internamente. Esta situación tan utópica
por momentos, me remonta a la obra expresionista de Edvard Munch titulada El grito donde al parecer ya no es
suficiente alimentar el alma con palabras dulces, embriagadas de una justicia
efímera; hoy está pidiendo con desesperación encontrarse en libertad.
Fuerte contradicción si retomamos
la propuesta que Miguel Ángel plasmó en la Capilla Sixtina en los años de 1508
a 1512, donde el brevísimo espacio entre una mano y otra, nos muestra un
ejemplo metafórico de la soberanía que debe prevalecer entre naciones de
acuerdo con el artículo 39° de la ley citada en el párrafo anterior, donde
podemos leer textualmente: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el
pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de
este”. ¿Acaso la voluntad de poder
reside en la relación ineludible entre un ser supremo (modernamente conocido
como Estado) y un ciudadano común?
Quizá entonces podemos observar con otros ojos el rol que
desempeña la niñez y la juventud en la conformación de una identidad cultural
trascendente, más allá de la simple externalización de estereotipos que los
colocan como entes carentes de decisión, llenos de luchas internas, absurdas
fantasías y energía inagotable. El artículo 2° de la Ley General de los
Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes en conjunción con el 6° en su segunda
fracción, señalan como irrenunciable la toma en consideración de su opinión y
de sus particularidades (culturales, éticas, afectivas, educativas
y de salud) para la construcción de un proyecto nacional.
Para muestra basta una pincelada de la forma en que esta
mezcla de formas de vida ha permeado en todos los contextos, desde los más
apegados a sus orígenes históricos hasta los que se dejan llevar por la
vorágine de estereotipos que los medios masivos de comunicación ha implantado
en las mentalidades; de ahí lo trascendente que resulta observar este cuadro
donde se muestra la dualidad en que permanecemos a lo largo de nuestro paso por
la tierra (desde una concepción espiritual de la vida), un ocaso en tonalidades
de naranja que devela el espacio de vacío en el cual, por razones políticas,
hemos colocado a quienes etiquetamos como “vulnerables” o “ausentes”.
Me refiero a los grupos indígenas, comunidades que han
logrado sobrevivir a los embates que los grandes conquistadores (no solo los
españoles) han asestado sobre sus cabezas, sus cuerpos, sus almas. Y no importa
que exista una ley encargada de velar por sus garantías individuales, ni
tampoco el ensamble de las campañas para la no discriminación de sus estilos de
actuar. Este recoveco que antropológicamente queremos negar de nuestro origen,
viola irremediablemente el artículo 10° de la antes citada Ley General de los Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas
donde con claridad se enuncia que es obligación del Estado mexicano asegurar
que todas las comunidades y pueblos indígenas sean tomados en cuenta desde sus
raíces para atender sus problemáticas jurídicas al interior.
Finalmente, me gustaría retomar lo que en su momento
escribiría el poeta uruguayo Mario Benedetti en su poema titulado Elegir mi paisaje, donde logra
transportarnos al idílico espacio donde solo estando entre los recovecos de
nuestra memoria, interpersonal, logramos descansar a los fantasmas que la
conciencia colectiva nos siembra diariamente:
[…]
Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles.
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles.
Hola Stephania: Sencillo y directo, pero -sobre todo- argumentado y relacionado con las imágenes propuestas. Gracias.
ResponderEliminarActividad: Aceptada